Violet: La mujer con zapatillas rojas

Descubre la historia de Violet, la mujer cuyas zapatillas rojas dejaron una huella imborrable en su camino. Su viaje está lleno de inspiración, pasión y misterio.

Prólogo



31 de diciembre del 2014 a las 11:58PM.

 

Antón miraba desde el balcón de su suite, el juego de luces neon de los bares y casinos que daban vida a la ciudad de las Vegas por la noche. A pocos minutos de ser un nuevo año se sentía solo y melancólico.

Pensaba en su hermano menor y su padre, que estaban al otro lado del mundo esperando su regreso. 

Podía imaginar escucharlos discutir como si estuvieran al otro lado de la habitación. Aun cuando la gente pudiera pensar que su padre no amaba a su hijo pequeño por las constantes riñas y presión que ejercía sobre Aiko, Antón podía jurar que su padre amaba con locura al muchacho. Y él también lo amaba. Pues su hermano menor era la viva imagen de su madrastra, la mujer que lo había cuidado con apenas unos meses de edad, hasta el día en que ella murió. 

Su verdadera madre lo abandonó —o vendido, era la palabra correcta, pues lo había cambiado por dos millones de dólares y su libertad—. Él, el heredero del hombre más poderoso de Japón no había significado nada para su madre. Más sí lo hizo para la segunda esposa de su padre quien lo amo y cuidó como si hubiera sido su propio hijo. Lamentablemente, Marina, su madrastra, murió dando a luz a su medio hermano.

Y por eso, se había jurado que no se casaría por conveniencia sino por amor, pues al conocer las dos caras de la moneda se negó a revivir la experiencia desde el punto de vista de su padre. Quería amar a su esposa y que ella lo amara para que sus hijos no vivieran el dolor de tener a una madre que le importara más el dinero y su libertad que ellos.

Dos suaves toques se escucharon sobre la puerta de madera de su suite. Su voz profunda dio el “siga” a la persona del otro lado de la habitación. Cuando ella entró y pudo escuchar el sonido de las zapatillas de la joven mujer sobre el mármol de su habitación; su tristeza y melancolía por el aniversario de la muerte de su madrastra se desvaneció. Dando lugar al deseo que se había despertado por la mujer hace un par de horas, cuando la vio bailar en el club nocturno donde sus socios y él festejaban la fusión de sus compañías, creando una extensión de esta más fuerte y letal. 

La mujer que ahora estaba detrás de él acarició su espalda en un intento de seducirlo, pero Antón no necesitaba de un juego previó, el deseo que recorría sus venas a través de su sangre reclamaba ser extinguido de una sola vez. Se dio la media vuelta y se encontró con que ella llevaba el mismo antifaz con la que la vio bailar. No le importó en realidad, pues fue su cuerpo el que lo sedujo y no su rostro. Antón no necesitaba verlo, no era el rostro de la mujer el que quería follar con desespero. Sus piernas largas y delgadas, así como sus pequeños pechos habían sido los causantes de su erección y de la obsesión por poseerlos. 

La mujer llevaba una gabardina negra que él no perdió el tiempo en abrir, encontrando de esa forma, su piel desnuda debajo de la prenda. Solo unas medias negras cubrían sus piernas hasta la mitad de su muslo y las zapatillas rojas que le daban altura y, una buena postura y personalidad seductora. Por lo demás, estaba desnuda. 

Arrebató la gabardina de sus hombros dejándola caer al piso. No la besó porque no acostumbraba a hacerlo. Mucho menos con una prostituta. Tampoco era muy dado a pagar por sexo, pero en ocasiones como esa valía mejor estar con una mujer pagada que con una que iba a darle problemas a largo plazo. No tenía la intención de casarse o comprometerse con una mujer que a la primera cita se acostara con él. 

La cargó y ella por inercia enredó sus piernas en la cintura de Antón. Él recargó la espalda de la mujer sobre el frío cristal del ventanal y llevó su boca hacia la piel blanca del largo cuello de la joven. Lo mordió suavemente, lo que provocó que la díscola soltara un gemido suave. Sus brazos ahora estaban sobre los hombros de Antón y sus pequeñas y delicadas manos acariciaban el cabello negro de él. 

Antón desabrochó su pantalón y bajó la cremallera con una sola mano, mientras que con la otra abrazaba la pequeña cintura de su amante. Tomó su miembro erecto y luego la penetró. Con una sola estocada entró en lo más profundo de la joven.

Ella le había costado 10,000 dólares; y ciertamente no se había molestado en preguntar por el alto costo en ese momento, aunque ahora se daba cuenta del porqué. Ella era virgen. La joven había gritado de dolor por la vulgar invasión a su cuerpo. A pesar de estar húmeda, era evidente que no esperaba sentirse desgarrada. 

Antón se había quedado quieto al escucharla maldecir. Él, que era extranjero, no dijo una palabra de consuelo pues no era necesario, al parecer ella creía que no podía entenderla y prefería mantenerse así. 

—¡Mierda! ¡Duele como el maldito infierno! —la escuchó maldecir. Su voz era suave y delicada; muy joven. 

Lo que sí era verdad era qué, ella le gustaba lo suficiente como para simplemente satisfacerse así mismo. Tampoco era un hombre cruel o egoísta con sus amantes y aunque pagara por su cuerpo esa noche, quería que la mujer que había despertado en él la ardiente pasión de esa noche, disfrutara tanto como para nunca olvidar a su primer cliente sexual. 

Y aunque por un instante se preguntó si también la recordaría alguna otra vez, rápidamente se se dijo así mismo que no lo haría. Porque ella no era más que una prostituta que acabaría como todas las mujeres de su clase, muertas en un callejón oscuro ya sea asesinadas por su chulo o por una sobredosis y si el destino era generoso, acabaría siendo una vieja prostituta barata que una vez un rico magnate se llevó su virginidad por 10,000 dólares.